Homilía Viernes santo 2012
El Padre Maximiliano María nos decia…
Acabamos de escuchar este texto dramático de la Pasión del Señor. Esperamos estos textos con ansias, y a la vez, escucharlos es para nosotros siempre una prueba: tantos sufrimientos, tanta inocencia frente a tanta iniquidad…
Pero hoy, tampoco podemos escuchar estos textos sin una convicción, una certeza: ¡Jesús ha deseado vivir este momento! ¡Fue el deseo más fuerte de toda su vida! Este deseo le venía del Espíritu Santo, le venía de Dios. _ Humanamente le costó todo lo que sabemos, pero a la vez, su corazón movido por el Espíritu deseaba este momento, esta culminación de su existencia terrena.
Decía durante su ultima cena a sus discípulos: “ardientemente he deseado comer esta Pascua con ustedes.” Es decir, esta cena durante la cual me voy a dar como comida, como alimento para ustedes. Y desde el inicio de su ministerio, lo escuchamos decir: “Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente!” Lucas 12, 49
La pasión es lo que va permitir a Cristo de salir de esta angustia; es para él como una liberación de una cierta manera. Antes que se cumpla la Pasión, algo de la vida de Cristo esta como inacabado, imperfecto, y ¿quién quiere quedar en la imperfección?
Una vez que Cristo entra en su pasión, conoce una forma de paz. Es el matiz propio de san Juan: vemos su dignidad infinita, su absoluta libertad. Ha superado la angustia. Unas horas antes decía “Ahora mi alma se ha angustiado; y ¿qué diré: “Padre, sálvame de esta hora”? Pero para esto he llegado a esta hora" . Sabe que esta hora es su hora, es la hora de su plenitud, de su glorificación. Entonces camina resuelto hacia la cruz.
Sabe que la meta es esta: este don pleno de sí mismo. Cristo llega verdaderamente a la perfección, ha sido “llevado a la consumación” dice la segunda lectura. El don absoluto, el don hasta lo más precioso que tenemos, es decir la muerte. Es también nuestro deseo. Cada uno de nosotros no puede vivir plenamente feliz si no acepta este sacrificio radical de sí mismo, es decir esta ofrenda.
Si conservamos algo adentro nuestro que no queremos dar, nuestro tiempo, una amistad, un satisfacción intelectual, afectiva, o sensual, todo eso se va transformar a dentro nuestro en fuerza de muerte, como una agua que no corre, estancada se vuelve una agua muerta. Cristo en su Pasión nos enseña eso. Dar su vida, darlo todo, para liberarse de la muerte del egoísmo. Fijémonos hoy en nuestra resistencia, de lo que queremos conservar, que no queremos perder… entreguémoslo al Señor.
Es más: este don radical de sí mismo en la Pasión, es lo que permite a Jesús de llegar hasta los hombres, de alcanzarlos hasta lo más profundo de su desdicha, de su desesperación. “No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado” dice la carta a los Hebreos. Puede compadecerse porque acepta el sufrimiento. Puede vivir la compasión, porque acepta su Pasión. Y en su Pasión, están presentes todas nuestras dolencias.
También es una aspiración del corazón humano: vivir una comunión más profunda sin límite, con todos, una comunión universal, poder naturalmente compartir sus penas como si fueran las nuestras. Sabemos que esta capacidad de compasión es lo distintivo de los santos: pensemos en una santa Teresita del Niño Jesús y de la santa Faz: si es tan popular, es porque uno se siente como entendido, comprendido, alcanzado, acompañado en su dificultad, en su desgracia, incluso en sus tinieblas… por esta pequeña santa, tan sencilla, y tan grande al vez. Lo mismo con el beato Juan Pablo ll: fue universalmente amado, porque, por gracia de Dios pudo compadecerse de todos: los enfermos, los pueblos nativos de América, o de los otros continentes que tantas veces fueron y son despreciados, las personas con discapacidades, las víctimas de la guerra, del hambre… Su compasión no era solamente una fachada: cada uno sentía que en la tierra alguien lo amaba, lo acompañaba, compartía su mal, el dulce Cristo en la tierra. No podemos negar que así, por semejante compasión, se llega a ser un hombre… y que de lo contrario, al no dejarnos tocar por el sufrimiento ajeno, nos quedamos inhumanos.
Es a través de su Pasión, que Jesús pudo acercarse a cada uno de nosotros, y estar con nosotros en nuestras noches, mucho más, es él que nos precede en este camino que atraviesa las cañadas oscuras.
Pero si Jesús hoy tiene este deseo extraordinario de pasar por la Pasión, es porque también, él sabe que es el camino por excelencia para darnos la vida. Lo dice admirablemente el profeta Isaías:
“10 El Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento.
Si ofrece su vida en sacrificio de reparación,
verá su descendencia, prolongará sus días,
y la voluntad del Señor se cumplirá por medio de él.
11 A causa de tantas fatigas, él verá la luz
y, al saberlo, quedará saciado.
Mi Servidor justo justificará a muchos
y cargará sobre sí las faltas de ellos.
12 Por eso le daré una parte entre los grandes,
y él repartirá el botín junto con los poderosos.”
A través de su Pasión, Jesús nos hace revivir, Jesús nos da la vida. Pero sabemos que si caminamos en pos de Jesús, podemos también nosotros dar la vida. “Aquel que permanece en mí llevará mucho fruto” nos dice Jesús. Aquel que me sigue, en mi Pasión, llevara mucho fruto.
También es el deseo de cualquiera de nosotros: dar la vida, no quedarnos estériles, suscitar a Dios una posteridad. Somos como este grano de trigo, que si pudiera desear algo, desearía morir para no quedarse solo y llevar mucho fruto.
Todos tenemos esta extraordinaria vocación de ser fecundos espiritualmente. Los padres con sus hijos tienen que vivir también una fecundidad espiritual. Es decir permitir este crecimiento de la vida divina en sus hijos. Y cada uno con su entorno, en la Iglesia tiene esta misión: dar la vida, transmitir la vida que viene de Dios. Eso no se puede hacer, sino queremos entregar nuestra propia vida, sino aceptamos morir a nosotros mismos, sino acompañamos a Jesús hasta el final de su vía crucis.
Que María interceda por nosotros, para que este mismo Espíritu, por el cual Dios se ofreció al Padre, Dios nos lo regale abundantemente. Así no tendremos miedo de tomar el camino de la cruz, de entregar nuestra existencia hasta el final. Entonces conoceremos la alegría de la resurrección.
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